Todavía estiro la mano por las mañanas hacia tu hueco. Y duermo para el lado izquierdo para que seas lo primero que veo al despertarme. No consigo acostumbrarme a tu ausencia. No la soporto. Ni siquiera la asumo. No es una cuestión de esperanza. Simplemente no acepto la derrota. No hallo el modo de salir ileso, me duele igual callar tu nombre que gritarlo. Es como tener una herida en la punta del dedo con el que te tocas el resto de la piel. En realidad sólo te duele el dedo pero lo ignoras.
A mí sólo me dueles tú pero se me está quejando el mundo.
La calle es un inmenso agujero. No tener tu mano al otro lado es como estar en una eterna caída. Apenas salgo.
La casa tampoco ayuda mucho. Estás por todas partes y en ninguna. Te has olvidado tu olor, parte de tu ropa, dos palabras de amor en el espejo del baño, un cuadro a medio pintar, ese maldito cantautor en la radio, una lágrima en mi chaqueta preferida y un viaje de ida al centro del infierno, por el atajo que existe en el cajón de tus bragas.
Espero que donde estés no te encuentres bien. Y que me eches de menos. Que te duela decir mi nombre. Que te agobie callarlo. Que la calle también sea un puto agujero. La cama una guerra. Dormir un suplicio. Que no consigas escribir la palabra orgasmo en el crucigrama de tu coño. Y si
lo haces sea con una herida en la punta del dedo. Que ignores si es placer por ti misma o el dolor de mi ausencia.
Y vuelvas. A por todas las cosas que te has olvidado. Sobre todo a por mí. La más importante.
Ernesto Pérez Vallejo.
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