Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.
Viajaron al sur.
Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando.
Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.
Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:
-¡Ayúdame a mirar!
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Rafael Alberti ya llevaba casi un siglo en el mundo, pero estaba contemplando la bahía de Cádiz como si fuera la primera vez.
Desde una terraza, echado al sol, perseguía el vuelo sin apuro de las gaviotas y de los veleros, la brisa azul, el ir y venir de la espuma en el agua y en el aire.
Y se volvió hacia Marcos Ana, que callaba a su lado, y apretándole el brazo dijo, como si nunca lo hubiera sabido, como si recién se enterara:
-Qué corta es la vida.
Eduardo Galeano
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