Dejémonos de catecismos, torás y coranes. El infierno está en la tierra y el otro barrio en este. Tras la puerta de ese adosado tan coqueto con su felpudo de Bienvenidos y sus arbolitos podados por la dueña como Ikea manda. A bordo de ese todoterreno con esos trillizos tan monísimos rumbo al cole con papá y mamá turnándose al volante. En los ojos de esa compañera de oficina tan estilosa que corre al baño como si la llamara Dios cuando le suena el móvil y vuelve como si hubiera visto al diablo. Porque puede que, en efecto, lo haya oído al otro lado. Quizá esas tres señoras de su casa vivan un martirio y no lo digan. O no lo sepan. O no quieran saberlo hasta que acaba sabiéndolo todo el mundo por un breve de un periódico, y eso si ese día no hay partido del siglo.
Demasiadas mujeres ven al maligno tras la puerta de su chalé, de su cochazo, de las llamadas de su marido al trabajo. Claro que las hay sin recursos, marginadas, pobres desgraciadas. Pero también psicólogas expertas en abusos, juezas que dictan órdenes de alejamiento a maltratadores, periodistas hartas de escribir sobre violencia de género, maestras que enseñan a las niñas a no dejarse controlar por ese noviete que les mira el móvil. Son tan tontas que no denuncian. Tan ciegas que no ven lo evidente. Tan sumisas que no huyen del verdugo, creemos las enteradas. Lo que no sabemos es que cuando él les da el primer golpe es porque sabe que puede dárselo. Porque antes les ha llamado patéticas, putas, inútiles de mierda hasta que sabe que le van a perdonar su mal pronto. Que no van a contárselo a nadie por sus padres, por sus hijos, porque esta es la última vez y no habrá otra.
Cuatro mujeres han sido asesinadas por sus parejas en 36 horas. Tenían nombre, amigos, familia, vidas. Pero vivían en el infierno puerta con puerta con nuestra soberbia ignorancia. Nos hemos enterado tarde, mal y nunca. O no hemos querido enterarnos.
Luz Sánchez.
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