miércoles, 29 de julio de 2015

Para quién escribo.

                I

¿Para quién escribo?, me preguntaba el cronista, el periodista
        o simplemente el curioso.

No escribo para el señor de la estirada chaqueta, ni  para 
        su bigote enfadado, ni siquiera para su alzado índice
        admonitorio entre las tristes ondas de música.

Tampoco para el carruaje, ni para su ocultada señora
         entre vidrios, como un rayo frío, el brillo de los im-    
         pertinentes).

Escribo acaso para los que no me leen. Esa mujer que
         corre por la calle como si fuera a abrir las  puertas
         a la aurora.

O ese viejo que se aduerme en el banco de esa plaza
        chiquita, mientras el sol poniente con amor le toma,    
        le rodea y le deslíe suavemente en sus luces.

Para todos los que no me leen, los que no se cuidan de mí,
        pero de mí se cuidan (aunque me ignoren).

Esa niña que al pasar me mira, compañera de mi aventura,
        viviendo en el mundo.

Y esa vieja que sentada a su puerta ha visto vida, paridora
        de muchas vidas, y manos cansadas.

Escribo para el enamorado; para el que pasó con su angustia
        en los ojos; para el que le oyó; para el que al pasar no       
        miró; para el que finalmente cayó cuando preguntó y no   
         le oyeron.

Para todos escribo. Para los que no me leen sobre todo
        escribo. Uno a uno, y la muchedumbre. Y para los
        pechos y para las bocas y para los oídos donde, sin 
        oírme,
está mi palabra.


II

Pero escribo también para el asesino. Para el que con
         los ojos cerrados se arrojó sobre un pecho y comió 
         muerte y se alimentó, y se levantó enloquecido.

Para el que se irguió como torre de indignación, y se
        desplomó sobre el mundo.

Y para las mujeres muertas y para los niños muertos, y
        para los hombres agonizantes.

Y para el que sigilosamente abrió las llaves del gas y la
        ciudad entera pereció, y amaneció un montón de cadá-
        veres.

Y para la muchacha inocente, con su sonrisa, su cora-
         zón, su tierna medalla, y por allí pasó  un ejército de
        depredadores.

Y para el ejército de depredadores, que en una galopada 
        final fue a hundirse en las aguas.

Y para esas aguas, para el mar infinito.
Oh, no para el infinito. Para el finito mar, con su limita-
        ción casi humana, como un pecho vivido.

(Un niño ahora entra, un niño se baña, y el mar, el cora-    
        zón del mar, está en ese pulso.)

Y para la mirada final, para la limitadísima Mirada Final,
        en cuyo seno alguien duerme.

Todos duermen. El asesino y el injusticiado, el regu-
        lador y el naciente, el finado y el húmedo, el seco
        de voluntad y el híspido como torre.

Para el amenazador y el amenazado, para el bueno y el
        triste, para la voz sin materia
        y para toda la materia del mundo.

Para tí, hombre sin deificación que, sin quererlas mirar,
        estás leyendo estas letras.

    Para tí y todo lo que en ti vive,
yo estoy escribiendo.


Vicente Alexaindre




Isabelle Arsenault

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