YO QUIERO SER INVISIBLE
Nunca entendí ese deseo. Cuando, de pequeños, nos preguntaban qué cualidad de superhéroe quisiéramos tener, algunos niños decían que la de ser invisibles.No comprendía qué clase de sueño era ese ni qué ventajas tenía esa condición. ¿Espiar a todos sin ser descubierto? ¿Comerte los pasteles y las chucherías a escondidas? ¿Acaso robar sin miedo a ser sorprendido?
A mí me parecía mucho más interesante volar por el cielo y llegar en un instante a cualquier ciudad del mundo, leer los pensamientos de la gente o aprender cualquier habilidad simplemente leyendo un libro a velocidad de vértigo. ¡Qué equivocada estaba! El verdadero signo de poder ha resultado ser completamente invisible.
Es más, los poderosos, los que de verdad dominan el mundo, son en realidad invisibles a nuestros ojos. Alguien me podrá decir que hay millones de personas pobres, desposeídas, que son también invisibles pero no es cierto. Los vemos en las calles y en los informativos. Los conocemos cuando un huracán arrasa una costa, cuando una hambruna ruge en el corazón de África, cuando una guerra estalla en cualquier lugar del mundo. A veces están en la puerta de nuestra casa, con la mirada perdida y un rostro que saben que no recordaremos. No. Los pobres no son invisibles, sino silenciados. Sus rostros existen. Nos miran y no los miramos para eludir cualquier responsabilidad hacia ellos. Nos negamos a concederle una singularidad, una individualidad que les otorgue un estatuto de igualdad como seres humanos. No son invisibles, sino anónimos.
Desde que Andy Warhol proclamara que “cada ser humano debería tener derecho a 15 minutos de gloria” la mitad del mundo corre tras las cámaras de televisión, o se planta ante su propio móvil para conseguir esa pizca de paraíso artificial que, aunque efímero, dará sentido a su vida.
Pero los realmente poderosos rehuyen los focos. El verdadero toque de distinción es no salir en los medios de comunicación, no comparecer, no someterse a escrutinio público, no responder de sus acciones. Si acaso ser citados, nombrados, pero nunca convertirse en objetivo público.
Los ricos del siglo XXI han aprendido una única lección desde la revolución francesa y de todas las revueltas populares: que sus palacios y ostentaciones no pueden estar en el mismo barrio donde viven sus víctimas. Los poderosos, ahora, no se exhiben ante los pobres, sino ante ellos mismos; no enseñan sus bienes a los desheredados, sino a los de su misma especie; se han vuelto invisibles a la sociedad y han mandado una horda de lacayos para que, en caso de necesidad, contengan la ira de los de abajo.
Han creado la ficción de que no existen. Han conseguido convencernos de que son sus intermediarios o voceros quienes los representan. Se han hecho invisibles a nuestros ojos y han cumplido el viejo sueño de robar a escondidas con la impunidad garantizada que otorga el saber que no vas a ser descubierto.
Hay en España 40.000 millones de euros circulando en billetes de 500 y la mayoría de la población no los ha visto nunca. En Andalucía proliferan como las setas tras la lluvia. Las miles y miles de personas que trabajan sin alta en seguridad social o con contratos ficticios no han visto nunca ese papel aunque sus salarios, pagado en billetes más pequeños, salgan de ese mercado negro. Los billetes son morados como el color del sufrimiento que producen. Pero nadie conecta una realidad y otra. El billete morado con la falta de derechos, el billete morado con la radical injusticia social, el billete morado como fracaso del Estado, de la política y del bien común. El billete morado como el color negro de una economía sin sentido.
El sueño de la invisibilidad se ha hecho realidad. Los verdaderamente ricos, los realmente poderosos son invisibles. Sólo de vez en cuando una estadística nos recuerda su existencia: “Veinte personas en España tienen tanta riqueza como nueve millones”, “el mercado de lujo ha crecido en 2013 un 15%”, “las rentas del capital subieron el pasado año casi un 4%”... Durante unos segundos la noticia nos enerva pero, como no podemos ponerle rostro, nombre ni dirección, la indignación se consume como un fuego fatuo o se estrella contra objetivos equivocados. ¡Ay, esos canallas invisibles!
(Fuente: Concha Caballero, El País, 02-02-2014)
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