lunes, 4 de septiembre de 2017

Aprender a vivir.

¿Se puede realmente aprender a vivir, de modo que lo que quede, solo sea vivir?.
Por aprender a vivir quiero decir intuir la relación con todo lo que existe, la capacidad amorosa global-macro de la que estamos hechos, la comprensión-compasión-no ego, que nos permite relacionarnos con los demás y con las circunstancias, sabiendo que son pasajeros, y que sus actos incómodos, si los hay, son provocados por situaciones emocionales igualmente temporales, que sus fondos son normalmente dignos y confiables y solo están enredados en un “ahora” determinado. Una verdad que nos recuerda tanto la dimensión del enorme universo que nos rodea como la de los microcosmos que nos conforman. Esa verdad que es solo una y la misma, que te recuerda dibujando la vida, poco a poco, como si fueses un papel en blanco cuyo boceto puedes ir perfilando, contorneando su cintura tal cual un alfarero, con un poco más de sabiduría, un poco menos de egolatría, y en consecuencia, un poco más de saber quién soy y un poco menos de no escucharme. Así se hace la vida, así se elige uno un trabajo que le va gustando, o que acepta por ser lo “suficientemente satisfactorio” (expresión que utilizan los psicólogos y que me hace mucha gracia, por cierto). Así se crían hijos, hablándoles desde lo que sabes, y sabes muchas cosas, así se forman alumnos, así se pasea por la calle o el campo, o el pueblo… o por ti. Así se ama, porque si no es con amor, no merece la pena ni echarse un té (o cualquier otra cosa), por amor a la vida, cuando menos, a su belleza, a sus posibilidades que son las nuestras. Así es como se escribe y se compone, así como se guiñan los ojos al amigo.
La vida es la vida y es bella de por sí, y cuando se nos brinda en cueros o toma con nosotros café, para cuando no. La vida está en nuestros ojos, en nuestro saber.

Altea (Buscando a Sofía)


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