sábado, 6 de febrero de 2016

Las pérdidas.

Todo puede perderse. De hecho, es inevitable. Nuestro destino es perder, de eso no hay duda. Se pierde la belleza. Se pierde el amor. Se pierde el dinero, claro. Hasta la verdad acaba perdiéndose. Hasta el poder. Nadie nos enseña eso. Y deberían, digo yo. Deberían porque es precisamente ahí, en la pérdida, en la derrota, donde radica el verdadero intríngulis de nuestra esquiva naturaleza. Si el jefe de gobierno se volviera loco y me nombrara ministro de Educación por un día, yo incluiría una nueva asignatura en el plan de estudios de la enseñanza obligatoria. La llamaría ‘Teoría y ética del fracaso’. O ‘Fundamentos psicológicos para una tolerancia de la frustración’, o algo así. Para que quedara claro desde edades tempranas que lo nuestro es perder. Que ganar es un albur efímero. Que lo mayoritario es perder. Que por cada orgulloso ganador hay miles de honestos y entrañables perdedores. Que eso no tiene nada de malo. Y que puede aprenderse a perder con cierta elegancia e incluso silbando una alegre canción. Una de las cosas que más me ha llamado la atención desde que era niño ha sido observar lo fácil que suele resultar inducir en la gente la moral de victoria. Por eso siempre me ha dado la sensación de que hay algo erróneo en nuestra psicología. Algo que indefectiblemente nos predispone a ser con demasiada facilidad víctimas de un entusiasmo insensato. Y qué peligroso es el entusiasmo. «Un estúpido relámpago, mejor embotellado», decía Monsieur Teste. Además, pensándolo bien, la victoria es triste de por sí. No es real, es pura ficción. Una agitación que dura poco. Y que te aísla. En el fondo, toda victoria conlleva una pérdida. Por eso, nunca me ha convencido demasiado la apabullante y generalizada apología del éxito. También se lo reprocho a los políticos. Fíjense en ellos. El mensaje que emiten es cuestionable. Parecen decir: ‘Haría lo que fuera para ganar’, ‘No soporto perder’. ¿No es un poco indecente? En fin. Si la política supone, de algún modo, una especie de educación social, los políticos son unos pésimos pedagogos. Se nos educa para ser ganadores a costa de lo que sea. Se nos hace creer que es fácil conseguir lo que uno quiere. Se nos proyecta constantemente la necesidad de aspirar al éxito social y todo lo demás. La fantasía del éxito. Cuando lo normal es perder. Y lo que deberían hacer es enseñarnos a perder con honestidad. Y a despreciar el éxito con una sonrisa, ¿por qué no?


Fernando Luis Chivite



Simone de beauvoir at the deux magots, paris 6e, 1944.  Robert Doisneau

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