La lista Forbes, la lista Parker. Los 50 mejores restaurantes y los 40 principales. La más taquillera, el mejor pagado. Lo más leído, vendido, escuchado, influyente. El más rico, la más sexy, Miss Mundo y Miss Universo.
Esta obsesión por el éxito, este culto a los triunfadores, está convirtiendo nuestra vida en un inmenso ranking. Las listas son el reflejo de una forma de entender la vida. Una competición que idolatra a los primeros y relega al resto al papel de segundones.
Soy incapaz de enjuiciar cuál es la mejor canción de Sinatra, el mejor lienzo de Hopper o la mejor cosecha de Rioja. No lo sé y tampoco me interesa demasiado. Resulta agotador jugar a juzgar. Tasar, cada vez que bebo, escucho o leo, al autor que se esconde tras su obra.
No necesito a los primeros ni me rindo ante lo mejor. Me sobra con lo bueno. Quiero disfrutar del vino o la película sin sentir la obligación de puntuarlo. Descubrir sin intermediarios y sin expectativas aquello que me gusta. Rozar, con labios ingenuos, el primer sorbo. Caer rendido ante una melodía robada a una ventana entreabierta.
No quiero participar en la carrera. No entiendo las metas que persigue. Prefiero salir de la autopista y perderme por carreteras secundarias. Sentir sin medir, comparar, valorar, contrastar. Sentir, nada más. Descubrir autores sin foto en la solapa. Encontrar cocineros sin orientarme por las estrellas. Disfrutar de músicos de bar y pintores callejeros. Que mi gusto se enamore por sorpresa.
Es curioso. Ser el número uno supone coincidir con el criterio de la mayoría. Sólo premiamos lo que ya conocemos. En cambio, ser diferente exige arriesgar, abrir camino sin temor a renunciar al reconocimiento social.
Dejadme preferir a los segundos.
O, aún más, a los que acampan fuera de las listas.
Guille Viglione. Publicado en El Diario vasco el Domingo, 7 de Febrero de 2016.