El orgullo de la gran ciudad se había cumplido por fin. Ya tenía diez millones de automóviles.
Casi nadie pasaba por las calles y las aceras se habían suprimido. A lo más en algunas vías de la ciudad habían dejado una especie de alero para peatones desgraciados.
Pero aquella tarde de un domingo estival, caracterizado por una atmósfera pesada, los gases de los diez millones de automóviles intoxicaron toda la ciudad y los turistas que llegaron en la madrugada se encontraron con el triste espectáculo de todos los habitantes raseros de las calzadas, caídos en los sofás de sus coches, catalepsiados para siempre por la asfixia.
Ramón Gómez de la Serna
Publicado por primera vez en la revista Martín Fierro, nº 27-28 (10/5/1926).
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