miércoles, 23 de diciembre de 2015

El derecho a estar tristes.

En ocasiones las vida nos supera y la tristeza avanza como un torrente, arrasando con todo lo que encuentra a su paso. Quizá por eso nos hemos vuelto tan intransigentes con el más mínimo conato de tristeza. Es significativo que las personas diagnosticadas con depresión, por ejemplo, sufran el mismo rechazo social que soportarían si padeciesen una dolencia infecciosa. Nos da miedo la tristeza, la sentimos contagiosa, y por eso no intentamos conocerla, ni razonarla, ni aplacarla. Decimos cuatro frases hechas, damos una palmada en el hombro y huimos de su lado, no sea que nos contagie.
Por eso hoy quiero reivindicar el derecho a sentirnos tristes. Eso que los profesionales llaman “rumiación obsesiva”. Que nadie piense que estoy haciendo apología de la depresión. Ni mucho menos. No hablo de la tristeza como estado habitual. Hablo del derecho a sentirnos tristes, especialmente cuando no nos van bien las cosas. ¿Nos hemos parado a pensar que, tal vez, lo peor para una persona entristecida es tener que fingir que no lo está para que su entorno se sienta cómodo, para que no tengan que cambiar sus planes, para que la vida siga siendo maravillosa?

Paco Tomás



Hugh Kretschmer.




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